"La dualidad entre la posición del oprimido y la del
opresor no es rara en la historia. Se observa en particular en el caso
de los movimientos nacionales que encarnan la lucha de una nación
oprimida por liberarse del colonialismo al tiempo que esa misma nación
oprime en su propio país a una minoría –sea esta nacional o racial o
religiosa o perteneciente a cualquier otra identidad– y que el
movimiento nacional no reconoce esta última opresión o, peor aún, la
justifica con algún pretexto, como la acusación a la minoría de
constituir una “quinta columna” del colonialismo 1/.
A menudo se hace referencia a la frecuencia de esta
dualidad con el fin de “normalizar” el caso del sionismo, en el sentido
de presentarla como algo corriente y similar a otros muchos casos. El
propósito suele ser el de minimizar los agravios del sionismo, por no
decir excusarlos, a fin de normalizar la actitud
ante el Estado sionista y tratarlo como algo corriente. Intentaré
demostrar en este artículo que dicho argumento no es válido, explicando
la singularidad de la dualidad propia del caso sionista.
Es indiscutible que el sionismo nació históricamente
en respuesta a la opresión secular padecida por los judíos en países
europeos. Como es sabido, la condición de los judíos en la Europa
cristiana desde la Edad Media hasta el siglo XIX era mucho peor que su
situación en los países de mayoría musulmana. Bajo las autoridades que
se llamaban cristianas, los judíos fueron víctimas de una persecución
mucho más encarnizada que la discriminación y la persecución ocasional a
que los sometían las autoridades autocalificadas de musulmanas.
Sin embargo, la Edad Moderna que siguió al periodo de
la Ilustración y a la Revolución Francesa, a finales del siglo XVIII,
puso fin gradualmente a esta persecución en Europa Occidental, gracias a
la difusión de la noción moderna de ciudadanía basada en la igualdad de
derechos. Con el paulatino cambio democrático, la condición de los
judíos mejoró progresivamente en Europa Occidental, desde la costa
atlántica hasta las fronteras orientales de Alemania y Austria.
Poco a
poco dio lugar a la integración de los judíos en las comunidades locales
y acabó con la discriminación. No obstante, la primera gran crisis que
afectó a la economía capitalista mundial, en el último cuarto del siglo
XIX –la “larga depresión”, como la llamaron–, despertó diversas
tendencias xenófobas. Al igual que todas las crisis sociales, impulsó la
búsqueda de chivos expiatorios por parte de grupos de extrema derecha
con el fin de movilizar la furia de sus sociedades al servicio de sus
proyectos reaccionarios.
En ese mismo periodo, Europa Oriental, especialmente
su mayor extensión, integrada en el imperio ruso, asistía a una
expansión tardía del modo de producción capitalista. Esta transformación
tardocapitalista –que causó trastornos agravados y complicados por su
coincidencia en el tiempo con un capitalismo más avanzado en Occidente y
con la larga depresión– provocó una aguda crisis social y un éxodo
rural acelerado.
A resultas de ello, las tendencias xenófobas también
cobraron impulso en Europa Oriental, siendo los judíos sus víctimas
primarias en el imperio ruso, particularmente en regiones que hoy en día
pertenecen a Ucrania y Polonia. Allí, los judíos fueron víctimas de
sucesivos pogromos, por lo que trataron de emigrar a Europa Occidental y
Norteamérica.
Así las cosas, los judíos se convirtieron en un
objetivo predilecto de la xenofobia en Europa Occidental, donde unían la
condición de forasteros migrantes a la de personas que profesaban una
religión alóctona 2/.
De este modo, sobre el telón de fondo de la larga depresión y sus
efectos, Europa Occidental asistió al renacer de un antijudaísmo de
nuevo cuño, moderno: una teoría racial que pretendía basarse en las
ciencias antropológicas y que preconizaba que los judíos –o los semitas
en general, incluidos los árabes 3/– pertenecen a una raza inferior y maligna.
Fue entonces cuando surgió el antisemitismo,
que apuntó principalmente contra los judíos europeos y acompañó a la
expansión de una variante fanática del nacionalismo combinada con la
defensa del colonialismo. La larga depresión exacerbó, en efecto, la
competencia en torno a la división del mundo entre las metrópolis
coloniales en la llamada fase imperialista.
Sobre este mismo telón de fondo nació el movimiento
sionista moderno en forma de sionismo estatalista que, a diferencia de
otras formas anteriores o contemporáneas de sionismo espiritual o
cultural, aspiraba a crear un Estado judío. Como es bien sabido, el
fundador del movimiento, Theodor Herzl, era un judío austriaco asimilado
que asumió sus convicciones sionistas después de haber cubierto en
París, como periodista, el juicio contra el oficial francés de
ascendencia judía Alfred Dreyfus, víctima del ascenso del antisemitismo
en su país.
El caso Dreyfus llevó a Herzl a escribir su famoso
libro-manifiesto El Estado judío (Der Judenstaat
en el original alemán: literalmente, el Estado de los judíos),
publicado en 1896 y que constituyó la base de la convocatoria del primer
congreso sionista en la ciudad suiza de Basilea en 1897, un año y medio
después de la publicación del libro.
Existe una diferencia cualitativa muy significativa
entre la ideología sionista elaborada por Herzl y las ideologías
nacionales que surgieron en Europa en la primera mitad del siglo XIX o
en los países coloniales durante la primera mitad del siglo XX. Mientras
que la mayoría de estas ideologías respondían a un pensamiento
democrático emancipatorio, la ideología sionista moderna formaba parte
de la variante del nacionalismo fanático y colonialista que estaba en
auge cuando apareció.
En efecto, si bien es indiscutible que el sionismo
es fruto de la opresión de los judíos y de la reacción a la misma –el
propio Herzl explicó en el prólogo de su libro cómo “la miseria de los
judíos” era la “fuerza motriz” del movimiento que quería crear–, tampoco
cabe ninguna duda de que el sionismo teorizado por Herzl es una
ideología marcada esencialmente por el pensamiento reaccionario y
colonialista.
En realidad, al margen de cómo lo percibían los judíos
de Europa Oriental, pobres y duramente perseguidos, que se aferraban a
él como tabla de salvación, el proyecto sionista ideado por Herzl fue en
el fondo un engendro creado por un judío austriaco laico y asimilado,
destinado a deshacerse de los míseros judíos religiosos que venían de
Europa Oriental y cuya migración a Occidente había perturbado la
existencia de sus correligionarios occidentales.
Así lo reconoció el
propio Herzl con singular franqueza en el prólogo de su libro:
"Los asimilados se
beneficiarían todavía más que los ciudadanos cristianos con la partida
de los judíos creyentes, pues se quitarían de encima la rivalidad
inquietante, incalculable e inevitable de un proletariado judío empujado
por la pobreza y la presión política de un sitio a otro, de un país a
otro. Este proletariado itinerante se tornaría sedentario.
Muchos
ciudadanos cristianos –a los que llamamos antisemitas– pueden ahora
ofrecer una resistencia decidida a la inmigración de judíos extranjeros.
Los ciudadanos judíos no pueden hacerlo, pese a que les afecta mucho
más de cerca, pues ante ellos sienten más que nada la feroz competencia
de individuos que desempeñan oficios similares y que, además, introducen
el antisemitismo allí donde no existe o lo intensifican allí donde ya
existe.
Los asimilados dan expresión a este agravio secreto con iniciativas filantrópicas.
Fundan sociedades de emigración para los judíos itinerantes. Existe un
reverso de la medalla que sería cómico si no se tratara de seres
humanos: algunas de estas entidades benéficas no han sido creadas para,
sino contra los judíos perseguidos, han sido creadas para despachar a
estas pobres criaturas lo más rápido y lo más lejos posible.
Así, muchos
supuestos amigos de los judíos resultan ser, si bien se mira, nada más
que antisemitas de origen judío, disfrazados de filántropos.
"Pero los intentos de colonización protagonizados
incluso por hombres benévolos, por interesantes que fueran dichos
intentos, hasta ahora no han tenido éxito… Estos intentos eran
interesantes en la medida en que constituían, a escala reducida, sendos
precursores prácticos de la idea del Estado judío".
La nueva idea formulada por Herzl en sustitución de las empresas coloniales filantrópicas
fallidas que menciona –la más destacada fue la creada por la familia
Rothschild– consistía en pasar de las acciones benévolas a un proyecto
político integrado en el marco colonialista europeo, con el propósito de
fundar un Estado judío que formaría parte de dicho marco y lo
reforzaría.
A este respecto, Herzl se dio cuenta de que los antisemitas
cristianos serían acérrimos defensores de su proyecto. Su principal
argumento, en el apartado titulado El Plan del segundo capítulo de su libro, era el siguiente:
"La creación de un nuevo Estado no es una empresa
ridícula ni imposible… Los gobiernos de todos los países azotados por el
antisemitismo estarán sumamente interesados en ayudarnos a conseguir la
soberanía que queremos".
Solo quedaba elegir el territorio en el que materializar el proyecto sionista:
"Hay dos territorios posibles: Palestina y Argentina.
En ambos países se han llevado a cabo importantes experimentos de
colonización, aunque basados en el principio erróneo de una infiltración
gradual de judíos. Una infiltración está condenada a acabar mal.
Prosigue hasta el momento inevitable en que la población autóctona se
considera amenazada y obliga al gobierno a detener la entrada de judíos.
Por tanto, la inmigración resulta fútil a menos que se base en una
supremacía asegurada. La Sociedad de Judíos tratará con los dueños
actuales del territorio, colocándose bajo el protectorado de las
potencias europeas si se muestran proclives el plan".
Hacia el final del último capítulo del libro, donde
expuso los “Beneficios de la emigración de los judíos”, Herzl aseguró
que los gobiernos atenderán a su propuesta “voluntariamente o bajo
presión de los antisemitas”. Sus Diarios incluyen
muchas observaciones sobre la complementariedad de su proyecto de
enviar a los judíos pobres fuera del continente europeo con el deseo de
los antisemitas de deshacerse de ellos. Incluso profetizó, en el
comienzo de su primer Diario (1895), que los judíos se adaptarían a la brutalidad de los antisemitas y los imitarían en su futuro Estado.
"Sin embargo, el antisemitismo, que es una fuerza
poderosa e inconsciente entre las masas, no dañará a los judíos.
Entiendo que es un movimiento útil para el carácter judío. Representa la
educación de un grupo por las masas y tal vez conduzca a su absorción.
La educación solo es efectiva a base de golpes. Se producirá un
mimetismo darwiniano. Los judíos se adaptarán".
De acuerdo con el plan concebido por su padre
espiritual, los líderes del movimiento sionista se esforzaron por
obtener el apoyo de una de las grandes potencias europeas a su proyecto,
que pronto se decantó exclusivamente por Palestina. Aprovecharon la
transferencia del territorio de la dominación otomana a la británica en
el contexto de la primera guerra mundial tras el reparto de los restos
del imperio otomano entre británicos y franceses, al amparo de infame
tratado Sykes-Picot de 1916.
Desde entonces, los líderes sionistas centraron sus
esfuerzos en Londres. El dirigente del sionismo británico, Chaim
Weizmann, se apoyó en el magnate judío británico y ex diputado, el lord
Walter Rothschild. Las presiones combinadas de ambos lograron obtener
la conocida promesa del ministro de Asuntos Exteriores, Arthur Balfour,
del 2 de noviembre de 1917.
En su carta, Balfour aseguró que “el
gobierno de su Majestad [el rey Jorge V] ve con simpatía el
establecimiento en Palestina de un hogar nacional para los judíos, y
hará todo lo posible por facilitar la consecución de este objetivo…”.
Esta infame declaración encajaba naturalmente en los cálculos
imperialistas británicos de entonces, en el contexto de la competencia
entre Gran Bretaña y los dos aliados que compartían la victoria en la
guerra, Francia y EE UU.
Las circunstancias históricas de la Declaración Balfour concordaban plenamente con el punto de vista del profeta
del sionismo, Theodor Herzl. El propio Balfour era uno de esos
cristianos antisemitas de los que Herzl sabía que se convertirían en los
mejores aliados del sionismo. El ministro de Asuntos Exteriores
británico, en efecto, no era ajeno al sionismo cristiano, la corriente
cristiana que apoya el retorno de los judíos a
Palestina.
El verdadero objetivo de este apoyo –no declarado en muchos
casos, pero ocasionalmente admitido– es acabar con la presencia de
judíos en los países de mayoría cristiana. Para los sionistas
cristianos, el retorno de los judíos a Palestina
supone el cumplimiento de la condición del Segundo Advenimiento de
Jesucristo, al que seguirá el Juicio Final, que condenará a todos los
judíos que no se hayan convertido al cristianismo al sufrimiento eterno
en el infierno. Esta misma corriente es actualmente en EE UU la más
firme defensora del sionismo en general y de la derecha sionista en
particular.
Cuando era primer ministro (1902-1905), el autor de la
infame Declaración, el propio Arthur Balfour, promulgó la ley de
Extranjería de 1905, cuya finalidad era poner coto a la inmigración en
Gran Bretaña de refugiados judíos que huían del imperio ruso. Vale la
pena destacar en este punto un hecho histórico que rara vez se menciona:
Edwin Samuel Montagu fue el único ministro británico que se opuso a la
iniciativa de Balfour de emitir su Declaración y el único ministro que
manifestó su oposición al proyecto sionista en su conjunto.
Era el único
miembro judío del gabinete encabezado por David Lloyd George, del que
formaba parte Balfour, y únicamente el tercer ministro judío de la
historia de Gran Bretaña. Montagu advirtió de que la empresa sionista
comportaría la expulsión de la población autóctona de Palestina y
reforzaría en todos los demás países a las corrientes que deseaban
deshacerse de los judíos. En un memorando que presentó en agosto de 1917
en el gabinete británico después de conocer lo que acabaría siendo la
Declaración Balfour, afirmó sin ambages:
"Quiero hacer constar mi punto de vista de que la
política del gobierno de Su Majestad es antisemita y que por
consiguiente acabará siendo un punto de referencia para los antisemitas
de todos los países del mundo" 4/.
Tal como esperaba Herzl, el proyecto sionista se
materializó bajo la protección de una gran potencia europea como parte
de sus designios coloniales-imperialistas. Este proyecto no podría
haberse realizado sin dicha protección y sin integrarse en un marco
colonial-imperialista más amplio.
El pueblo judío al que Herzl quería dotar de un Estado propio era un pueblo imaginado,
carente de toda institución política que lo constituyera en pueblo y de
la fuerza requerida para participar en la carrera colonial de finales
del siglo XIX.
Al fundar el movimiento sionista, Herzl quiso crear
esa institución política inexistente y encaminarla a la colaboración con
una de las grandes potencias. Así, el proyecto sionista depende
estructuralmente, desde el comienzo, de la protección de una gran
potencia, tal como había previsto Herzl.
Esta dependencia ha marcado la
historia del movimiento sionista y después la de su Estado hasta
nuestros días. Seguirá existiendo mientras el Estado de Israel se base
en la opresión colonial, pues la consecuencia natural de ello es la
enemistad con el pueblo palestino y los demás pueblos vecinos de
Palestina, hasta el punto de que Israel necesita la protección de una
gran potencia exterior. EE UU ha desempeñado este papel desde la década
de 1960.
En suma, el sionismo no es un movimiento normal
de liberación nacional que comparta el carácter dual de muchos de estos
movimientos que luchan contra la opresión colonial mientras oprimen a
otras comunidades, sean nacionales o de otro tipo. Esto es lo que
afirman los partidarios de Israel que no son tan fanáticos como para
negar la opresión perpetrada por el Estado sionista.
Lo cierto, sin
embargo, es que el movimiento sionista se construyó sobre la base de la
explotación y la opresión sufridas por los judíos y de la ayuda de los
antisemitas con el fin de crear un Estado colonial integrado
estructuralmente en el sistema imperialista, y no un Estado poscolonial,
como pretende.
En un giro trágico de la historia, el antisemitismo
alcanzó un clímax en la Europa del siglo XX con el ascenso al poder de
los nazis y la posterior realización de su proyecto genocida, obligando a
un gran número de judíos europeos a buscar refugio en el sionismo, ya
que otras formas de antisemitismo les cerraron las puertas de EE UU,
Gran Bretaña y otros países.
De este modo, el Estado sionista logró
hacerse realidad y presentarse como compensación redentora del genocidio
nazi contra los judíos. Estas circunstancias históricas han permitido a
ese Estado oprimir a la población autóctona de Palestina en un grado
que sin duda va mucho más allá de lo que los fundadores del sionismo,
incluido Herzl, habían previsto.
Hoy en día –un siglo después de la Declaración
Balfour, casi 70 años después de la fundación del Estado de Israel en el
78 % del territorio de la Palestina del Mandato Británico y medio siglo
después de que ese Estado ocupara el 22 % restante–, el primer ministro
sionista, Benjamin Netanyahu, sigue obteniendo de los antisemitas
contemporáneos de los países occidentales el respaldo necesario para el
arrogante comportamiento colonial de su Estado y su gobierno.
Al
apoyarse en los sionistas cristianos de EE UU, codearse con el
antisemita primer ministro de Hungría y mantener el silencio sobre la
defensa por parte de Donald Trump de la extrema derecha antijudía y
antimusulmana de EE UU, Netanyahu sigue fielmente las recetas de Herzl,
aunque de una manera moralmente todavía más detestable al producirse
después del genocidio nazi, que mostró los horrores a los que pueden
conducir el antisemitismo y otras formas de racismo.
[Esta ponencia se presentará en
lengua árabe en una conferencia convocada en Beirut para los días 13 y
14 de diciembre por el Instituto de Estudios Palestinos con motivo del
centenario de la Declaración Balfour. La traducción inglesa del original
árabe es del propio autor.]" (Gilbert Achcar, Jadaliyya, en Viento Sur, 03/11/17)
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