"(...) Para contar esta historia hay que remontarse a los inicios de la Guerra
Civil. Tras el levantamiento militar de julio de 1936, la ciudad de
Oviedo se declaró partidaria de los rebeldes mientras los grandes
núcleos urbanos que se extendían por sus alrededores —Gijón, Avilés, las
cuencas mineras— mantuvieron su lealtad a la República. Eso hizo que la
contienda, en Asturias, consistiera en una larga marcha sobre la
capital.
Dentro del cerco que sobre ella establecieron los milicianos en
un primer momento, en la periferia ovetense, se encontraba el hospital
psiquiátrico de La Cadellada. La línea que separaba las dos zonas del
frente estaba tan próxima al centro sanitario que algunos trabajadores
dejaron de acudir a sus puestos ante la imposibilidad de traspasarla a
diario.
El 13 de octubre los combatientes republicanos consiguieron
tomar el hospital, pero tuvieron que abandonarlo cinco días después, a
resultas de una contraofensiva de sus adversarios. Se llevaron con ellos
a los enfermos que no habían sido recogidos por sus familias y a los
trabajadores que permanecían en el centro, algunos de ellos
reincorporados cuando el equipamiento se resituó en zona republicana y,
según parece, bastante comprometidos con la defensa de la legalidad
vigente.
En Gijón, convertida provisionalmente en capital de la
provincia al encontrarse Oviedo en manos de los sublevados, decidieron
que la mejor solución pasaba por trasladar a médicos, profesionales y
enfermos a un lugar apartado en el que pudieran mantenerse a salvo.
Eligieron para tal fin el monasterio de Santa María de Valdediós, que
entonces desempeñaba las funciones de seminario diocesano y había sido
abandonado al inicio de la contienda.
Parece que, durante una larga temporada, la vida allí fue plácida.
Los médicos y el personal de enfermería se instalaron en las
dependencias del propio convento y en los pueblos vecinos. Los internos
ocupaban las celdas del convento. Los hijos de los empleados acudían a
una escuela cercana. Algunas fuentes creen que no toda la plantilla se
mantuvo estable y hubo profesionales que se incorporaron más tarde y
otros que sólo permanecieron allí un tiempo.
También se cree que al
monasterio llegaban personas que no poseían ningún trastorno psíquico,
pero necesitaban esconderse o curar las heridas sufridas en los combates
del frente. Mª Paz Pérez, hija de uno de los trabajadores, recordaría
muchos años después que hasta allí llegaron heridos procedentes de los
hospitales instalados en la zona de Covadonga.
La vida transcurrió con
relativa tranquilidad hasta que en octubre de 1937, aproximadamente un
año después de la mudanza, comenzaron a llegar noticias desalentadoras.
Las tropas franquistas avanzaban y la defensa republicana apenas
existía. El desenlace era tan inminente como irreversible: el día 20 el
Consejo Soberano de Asturias y León ordenó la evacuación republicana a
través del puerto de Gijón, ciudad que los rebeldes tomarían bajo su
mando al día siguiente.
La noche feroz
Por aquellas fechas hubo profesionales del hospital que optaron por
huir, debido al miedo que tenían a las posibles represalias. Otros se
quedaron porque pensaban que, al fin y al cabo, no habían hecho más que
cumplir con su obligación de funcionarios dependientes de un Gobierno
legítimo.
Los primeros temores fundados aparecieron el 22 de octubre,
cuando hacia las tres de la tarde llegaron a Valdediós los soldados del
IV Batallón Arapiles 7, perteneciente a la 6º Brigada Navarra, bajo la
tutela del comandante de caballería Emilio Molina y acompañados por un
capellán. Celebraron una misa y luego se acomodaron en el monasterio.
Estaban allí para quedarse. La convivencia, pese al estupor inicial y
contra todo pronóstico, se desarrolló con normalidad.
Los soldados
respetaban a los trabajadores y a los enfermos. Dada la cordialidad
imperante, hubo quienes se confiaron y llegaron a albergar la esperanza
de que los militares sólo quisieran asegurar el control del
psiquiátrico. Para su desgracia, no tardarían demasiado en percatarse de
su equivocación.
El 27 de octubre se presentó en el monasterio un hombre vestido de
negro, cuya identidad jamás pudo verificarse, que hizo entrega de una
lista al mando del batallón. Éste, tras leer en voz alta los nombres que
figuraban en ella, detuvo a cinco personas, que fueron trasladadas a la
cárcel de Villaviciosa, y mantuvo confinado en el cenobio a otro grupo.
Por la tarde, alguien ordenó a las enfermeras que preparasen una cena
que habrían de servir a los soldados en una dependencia conocida como la
sala de física, seguramente debido a las lecciones que allí se
impartían cuando el monasterio funcionaba como seminario. Fue en ese
espacio donde se desencadenó el horror. Esa noche los militares,
avivados por el alcohol y la impunidad, obligaron a bailar a las
enfermeras, las desnudaron, las violaron y, por último, las condujeron
junto a otros compañeros del psiquiátrico a un terreno situado a
espaldas del monasterio y conocido en aquellos lares como el prau de don Jaime.
Allí les obligaron a cavar su propia fosa y después les dispararon.
Unas horas después, con la del alba, el batallón abandonaba Valdediós.
En una casa próxima al cenobio vivía Anita Rodríguez, entonces una niña,
que aquella misma mañana bajó con su padre para averiguar el porqué de
los gritos que habían podido escuchar durante la noche. Se encontraron
la tierra movida y vieron cómo sobresalían entre el barro las
extremidades de los muertos.
Los verdugos ni siquiera se habían
preocupado de enterrarlos decentemente. Su padre fue expeditivo: "Esto
no puede quedar así". Regresó con una pala y los cubrió. El relato a
media voz de cuanto había ocurrido aquella desgraciada noche en
Valdediós se propagó por la comarca. Los niños de la zona dejaron de ir
por allí a coger castañas.
Algunos años después, en torno a 1965, Anita se encargaba de enseñar
el monasterio a los turistas y recibió a un visitante que, tras recorrer
con ella el edificio, le pidió expresamente que le enseñara la sala de
física. Cuando estuvieron en ella, el hombre se derrumbó y le confesó
que él había sido uno de los soldados participantes en la matanza y que
el horror de aquel aquelarre sangriento no había dejado de perseguirle
desde entonces.
Fue ése el eco más notable de una historia que en
Asturias se fue transmitiendo entre susurros hasta bien entrada la
democracia. A instancias de la Asociación para la Recuperación de la
Memoria Histórica, la fosa de Valdediós fue excavada en julio de 2003.
Se hallaron en ella diecisiete cuerpos. Menos de los que contaban los
pocos testigos que habían podido dar cuenta del suceso —decían que
habían sido asesinadas allí más de treinta personas—, pero suficientes
para constatar el alcance y la arbitrariedad de la matanza.
El antecedente de Somiedo
A la hora de relatar la historia de Valdediós siempre surge una
pregunta inevitable: ¿por qué? Si bien la lógica de la guerra aporta una
explicación plausible para el episodio de la lista y las detenciones
realizadas tras su lectura —seguramente a personas que tenían a sus
espaldas una marcada trayectoria política o sindical—, resulta
verdaderamente terrible, por lo crudo y por lo inverosímil, el final que
se les reservó a unos trabajadores que se habían limitado a cumplir con
su deber.
Sin embargo, esa misma lógica belicista no suele estar
reñida, aunque resulte paradójico, con parámetros meramente
irracionales, y es posible rastrear las razones de la masacre de
Valdediós en otro hecho acaecido también en Asturias, en este caso entre
las montañas suroccidentales, y que, en estremecedor paralelismo, tuvo
como involuntarias protagonistas a tres enfermeras que prestaban auxilio
a los heridos en la zona franquista.
Se llamaban Pilar Gullón, Octavia Iglesias y Olga Monteserín. Fueron
enviadas desde Astorga al frente de Asturias en los primeros compases de
la Guerra Civil y se las destinó a un pequeño hospital de campaña
habilitado en los alrededores de Pola de Somiedo. Ni ellas ni el médico
quisieron huir cuando los republicanos tomaron el puesto.
Los milicianos
apresaron a las tres mujeres y las violaron durante la noche. Al día
siguiente fueron fusiladas por tres milicianas que se habrían ofrecido
para tal fin. De todo ello se responsabilizó a Genaro Arias, líder
minero de la UGT y jefe de las milicias de la zona. Las semejanzas con
el caso de Valdediós saltan a la vista, pero causan escalofríos, de tan
evidentes, si se presta atención a las fechas: las enfermeras de Astorga
fueron capturadas, vejadas y asesinadas entre el 27 y el 28 de octubre
de 1936, justo un año antes de que el batallón Arapiles ejecutara su
matanza en el monasterio. (...)
Las enfermeras de Somiedo recibieron sepultura en la catedral de
Astorga, donde aún hoy se veneran sus cuerpos, a los que el régimen
incorporó desde el primer minuto el apelativo de "mártires". Se
encuentran, actualmente, en proceso de beatificación.
Los muertos de
Valdediós, ya se ha apuntado, permanecieron durante décadas hacinados en
la misma fosa común donde cayeron tras los disparos sin que nadie se
aviniera a desempolvar su recuerdo hasta que la entrada del nuevo siglo
impulsó la recuperación de lo que se ha dado en llamar memoria
histórica. Junto al lugar donde estuvieron, al pie del prau de don Jaime,
se levanta en nuestros días un monolito esculpido por el artista
Joaquín Rubio Camín.
Un tímido cartel anuncia, al lado del aparcamiento
dispuesto para los turistas, que a través de un camino de tierra que
discurre entre castaños se llega al lugar del enterramiento. Allí
reposaron en el olvido, durante casi setenta años, Claudia Alonso
Moyano, Luz Álvarez Flórez, Rosa Flórez Martínez, Urbano Menéndez Amado,
Emilio Montoto Suero, Soledad Arias Menéndez, Antonio Piedrafita
García, Oliva Fernández Valle y David Cueva Rodríguez.
Otros no han
podido ser identificados con certeza, aunque bien pudiera tratarse de
Casimiro García, Antonio González, Antolín González, Consuelo Iglesias,
Julita Menéndez, Soledad Menéndez, Pilar Quirós, Manuel Vallina o
Francisco Vázquez, todos ellos trabajadores de La Cadellada cuya pista
se perdió tras la caída de Asturias.
Nunca hablan de ellos los guías del
monasterio. Seguramente tampoco los mencionen las carmelitas
samaritanas del Corazón de Jesús que desde junio de 2016 ocupan el
cenobio y que el pasado 19 de julio compartían en las redes su alborozo
durante una simpática excursión al Valle de los Caídos.
La memoria, ocho décadas después de aquellos sucesos, sigue sin ser
siempre ecuánime.
Por eso es de justicia que, al menos de vez en cuando,
alguien recite esos nombres que estuvieron demasiado tiempo sin
pronunciarse y que algunos habrían preferido borrar aquella noche lejana
en que el mismísimo demonio usurpó el valle de Dios." (Miguel Barrero, CTXT, 27/10/17)
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