"La guerra había terminado. Mis hermanas y yo estábamos vivas pero, como
muchas otras, la familia Jacob había pagado un tributo muy alto a la
furia nazi. Muy rápido comprendimos que no volveríamos a ver ni a papá
ni a Jean.
Mamá no había sobrevivido a su enfermedad. Milou,
esquelética, carcomida por los forúnculos, estaba terriblemente
debilitada por el tifus. Sólo Denise y yo volvimos a Francia
prácticamente indemnes. Nuestro hogar había sido destruido. Pero
nosotras todavía éramos jóvenes. Teníamos que reconstruir nuestras
vidas. (...)
Denise, siempre independiente, reanudó rápidamente su ritmo. Se había
reencontrado con compañeros de su organización y retomó algunos
contactos de Annecy y de Lyon. En cuanto a mí, me ocupaba de Milou y
salía poco.
Primero, porque tenía la cabeza en otra cosa, y también
porque me daba cuenta, por las pocas conversaciones en las que había
participado, que la gente prefería no saber demasiado de lo que habíamos
vivido. Era casi como si se sorprendieran de que hubiésemos vuelto,
dando a entender, además, que debíamos haber cometido más de una
ignominia para poder escapar.
Esta sensación de incomprensión teñida de
reproches era insoportable. Sumado a esto, el ambiente en casa de los
Weissmann no era muy alegre. Mi tía no lograba recuperarse del dolor de
haber perdido a una hermana que adoraba y a un hijo en el que había
puesto todas sus esperanzas. Tendía a proyectar todo ese afecto en mí.
Mi abuela, que había vivido con nosotros en Niza y había logrado escapar
a la detención, se había reunido con nosotros en París. Trataba de
consolarse de todas nuestras desgracias mimando a su bisnieta, que mi
prima acababa de dar a luz.
De las semanas posteriores a nuestro regreso tengo un recuerdo borroso.
Me costaba volver a darle un ritmo normal a mi vida, incluso en los
aspectos más materiales. Por ejemplo, había perdido a tal punto la
costumbre de dormir en una cama, que durante un mes pude solamente
dormir en el suelo. Volví a París en junio para encontrarme con algunos
amigos, pero enseguida sentí que mi vida ya no estaba allí. Regresé
rápido.
En París, las pocas veces que me invitaban a algún lugar, sentía
que estaba de más. Me acuerdo de esconderme detrás de las cortinas, en
el vano de las ventanas, para no tener que hablar con nadie. Todo lo que
decía la gente me parecía tan irreal... Esa sensación me duró años. En
los primeros de casada, todavía la seguía sintiendo.
Me encontré con algunos compañeros, entre ellos dos amigas comunistas
de Brobek. Ahora vivían en Drancy, y su historia generaba mucho
interés. El marido de una había sido fusilado durante la ocupación,
mientras que ella había sido arrestada con otra comunista. En Bergen-
Belsen, había conocido a un joyero artesano de origen polaco, comunista
convencido, con algo de parisino típico.
Era un hombre gracioso y
generoso, pese a que su mujer y sus cuatro hijos habían muerto en
Auschwitz. Después de la guerra albergó en Drancy a las dos amigas. La
viuda criaba a su hija, la otra se había reencontrado con su marido, que
trabajaba en la confección, y con sus tres hijos. Todos ellos se
instalaron entre los dos pisos de la casa del joyero.
Vivieron ahí
durante años como en un falansterio, unidos por la misma fe comunista y
por el recuerdo de lo que habían atravesado. Eran muy buena gente y yo
los visitaba a menudo. Necesitaba hablar del campo, y sólo lo podía
hacer con ellos.
Después, los hijos crecieron y la comunidad se
disolvió, pero una de mis dos amigas comunistas siguió viviendo en
Drancy hasta su muerte, hace unos años. Era bastante mayor que yo, pero
nuestra amistad no se enfrió nunca.
Llegó el verano. Mi hermana Denise, vinculada con Geneviève de Gaulle[1] desde
Ravensbrück, me sugirió pasar el mes de agosto en Nyon, Suiza. Así
podría recuperarme en una de las villas al borde del lago que habían
sido puestas a disposición de los deportados. Las conferencias de
Geneviève de Gaulle permitirían cubrir los gastos.
La invitación era
generosa y la acepté sin dudar. ¡Cómo me equivoqué! Los suizos entendían
todavía menos que los franceses lo que habíamos pasado. El ambiente me
resultaba muy pesado. Además, como era la más joven –tenía dieciocho
años desde hacía algunos días– me encontraba rodeada de gente mayor de
la Resistencia que, paradójicamente, parecía soportar mucho mejor que yo
el ambiente de pensionado que nos rodeaba.
La gente nos hacía preguntas
insensatas: “¿Es cierto que los SS hacían violar a las mujeres por sus
perros?” Muchas cosas me dejaban atónita. Por ejemplo, la casa estaba
dirigida por protestantes, que nos obligaban a dar gracias antes de las
comidas. Señoras benefactoras que de manera pedante nos prevenían de que
después de todo lo que habíamos vivido, íbamos a tener una existencia
difícil y que para ganarnos la vida teníamos que trabajar, aprender
dactilografía o inglés, hacer esto o aquello.
Estos consejos, dirigidos a
mujeres de todas las edades, muchas de ellas ya instaladas en la vida y
que salían del infierno, eran particularmente desafortunados y, por
decirlo de alguna manera, ridículos. Una noche, fuimos a bailar. La casa
cerraba sus puertas a las diez y, como llegamos con quince minutos de
retraso, nos reprendieron como si fuéramos niñas de doce años. No es
necesario aclarar cuánto detestaba ese moralismo rígido e infantil.
Un día me acerqué a un vestuario donde colgaba ropa a disposición de
las pensionistas, porque ya no nos quedaba nada decente que ponernos.
Una mujer se me acercó, miró el vestido que iba a tomar, y no encontró
nada más delicado para decirme que: “¡Ah, pero si ese vestido era de mi
hija!” Era una extraña concepción de la caridad.
Dejé el vestido ahí sin
decir una palabra y pensé en ese pasaje de Romain Rolland donde los
hijos de la familia burguesa se burlan del hijo pequeño de la mucama
porque tiene puesto un viejo pantalón del hijo del patrón. Todo era así,
extravagante, chocante, humillante. Nos hacían sentir hasta qué punto
nuestras benefactoras eran generosas por hospedarnos bajo sus grandes
alas, además del eterno agradecimiento que les debíamos.
Otra vez nos dieron “permiso” –era el término que usaban– para ir a
Lausana, pero no solas, por supuesto. Unas familias de Lausana nos
pasaron a buscar y nos obligaron a hacer una visita guiada y laboriosa
por todos los comercios, donde nos agobiaron con preguntas indiscretas
sobre lo que habíamos vivido.
En un momento, al ver en una vidriera una
gran cartera roja que estaba de moda, una de nosotras, Odette Moreau,
gran abogada y resistente deportada, expresó el deseo de comprársela.
Vio entonces cómo una de ellas le respondía con sequedad: “¿Qué
necesidad tiene usted de una segunda cartera?”
Por suerte, unos primos que vivían en Ginebra me invitaron a su casa.
La amabilidad de la familia Spierer fue un contraste enorme. En
compañía de sus cuatro hijas, vaciamos las tiendas de Ginebra, una
felicidad que me había olvidado que existía. Gracias a su generosidad,
pude comprar ropa para mis hermanas y para mí, en una época en la que en
Francia no había nada. (...)"
(Simone Weil, CTXT, 12/07/17. Este capítulo pertenece a Una vida, autobiografía de Simone Veil, publicada en Clave Intelectual.)
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